Pensábamos que nunca volveríamos a verlo. Así que, sentado
frente a la tele, estoy como cualquier aficionado al tenis poseído por una
sensación de intensísimo privilegio, resultado de la certeza inequívoca de
disponerme a presenciar un auténtico acontecimiento histórico: con más de treinta años cada uno,
después de varias temporadas de lesiones, dudas, achaques y penalidades y de
arrastrarse por las pistas humillados por rivales inferiores a ellos, cuando ya
creíamos que sólo les aguardaba un retiro dorado y que sólo íbamos a volver a
verlos en revistas de papel cuché o en partidos de exhibición o de
beneficencia, Roger Federer y Rafa Nadal, los dos mejores tenistas de la
historia, rivales de mil batallas y hombres de nobleza a prueba de derrotas, se
hallaban a punto de enfrentarse por enésima vez en una final de un torneo del
Grand Slam. Ni el mejor Clint Eastwood hubiera imaginado semejante argumento.
Ni siquiera –Dios me perdone– John Ford.
En un ensayo memorable sobre Federer, David Foster Wallace anotó
que una de las cosas que las retransmisiones televisivas le roban al tenis de
alta competición es la velocidad a la que vuelan las bolas golpeadas por los
tenistas. La observación es pertinentísima: si asisten alguna vez a un partido
entre tenistas de élite (cosa que recomiendo vivamente), comprobarán que se
trata de una velocidad inverosímil; tanta que, a diferencia de un jugador de
fútbol o de baloncesto, un tenista no tiene tiempo material de pensar mientras
la bola está en juego: a 210 kilómetros por hora, el saque de un tenista
invierte 0,41 segundos en recorrer los 24 metros que separan un extremo del
otro de la pista, menos tiempo del que se tarda en parpadear rápidamente dos
veces. He escrito aquí alguna vez que, a
cierto nivel, el tenis se juega con la cabeza, no con los brazos y con las
piernas; es verdad, pero no del todo: a cierto nivel, el tenis no es un deporte
racional sino irracional, una mezcla milagrosa de automatismo inconsciente y de
pura inspiración; a ese nivel, el tenis no es física sino metafísica, lo que
explica que por momentos Federer y Nadal no corran sino leviten, la razón es
que, mientras juegan, viven en un puro estado de trance, en un éxtasis
dilatado. Por lo demás, basta ver jugar durante cinco minutos seguidos a Federer y a Nadal para triturar todos
los tópicos que circulan sobre ellos, el principal de los cuales sostiene
que Nadal es un tenista físicamente fuerte pero técnicamente flojo y que
Federer es un tenista físicamente flojo y técnicamente fuerte, una falsedad
fosilizada que jamás habrán oído en boca de un jugador profesional y que sólo
pueden haber acuñado tipos que no han cogido en su vida una raqueta. La
realidad es que Federer es un prodigio técnico, aunque sus virtudes físicas sean
distintas a las de Nadal, y que Nadal es un prodigio físico, aunque su técnica
sea distinta a la de Federer. Todo lo demás es verborrea.
En cuanto a la final de Melbourne, no tengo palabras para
describirla. Sólo recordaré que al terminar el partido Nadal aseguró que
Federer había merecido más que él la victoria y Federer declaró que, si en el
tenis existiera el empate, hubiera firmado un empate; lo cierto es que nunca ha
importado menos el resultado de un partido de tenis. También recordaré que,
mientras lo veía, no recordé a Clint Eastwood ni a John Ford sino a Borges, o
más bien un relato de Borges en el que dos teólogos enfrentados de por vida
descubren tras su muerte que, en el paraíso, forman una sola persona, y sentí
que, para la memoria infinitamente agradecida de quienes amamos el tenis, estos
dos genios antagónicos quizá acaben siendo uno solo.
Artículo de Javier Cercas publicado en “El País” y re-publicado
en “Clarín” el 5/3/17